martes, 3 de julio de 2012


Mucho tiempo habríamos soportado, y padeceríamos aún hoy, un régimen 
Victoriano. La gazmoñería imperial figuraría en el blasón de nuestra sexualidad retenida, 
muda, hipócrita. 
Todavía a comienzos del siglo XVII era moneda corriente, se dice, cierta franqueza. 
Las prácticas no buscaban el secreto; las palabras se decían sin excesiva reticencia, y las 
cosas sin demasiado disfraz; se tenía una tolerante familiaridad con lo ilícito. Los códigos 
de lo grosero, de lo obsceno y de lo indecente, si se los compara con los del siglo XIX, eran 
muy laxos. Gestos directos, discursos sin vergüenza, trasgresiones visibles, anatomías 
exhibidas y fácilmente entremezcladas, niños desvergonzados vagabundeando sin molestia 
ni escándalo entre las risas de los adultos: los cuerpos se pavoneaban. 
A ese día luminoso habría seguido un rápido crepúsculo hasta llegar a las noches 
monótonas de la burguesía victoriana. Entonces la sexualidad es cuidadosamente encerrada. 
Se muda. La familia conyugal la confisca. Y la absorbe por entero en la seriedad de la 
función reproductora. En torno al sexo, silencio. Dicta la ley la pareja legítima y 
procreadora. Se impone como modelo, hace valer la norma, detenta la verdad, retiene el 
derecho de hablar —reservándose el principio del secreto. Tanto en el espacio social como 
en el corazón de cada hogar existe un único lugar de sexualidad reconocida, utilitaria y 
fecunda: la alcoba de los padres. El resto no tiene más que esfumarse; la [10] conveniencia 
de las actitudes esquiva los cuerpos, la decencia de las palabras blanquea los discursos. Y el 
estéril, si insiste y se muestra demasiado, vira a lo anormal: recibirá la condición de tal y 
deberá pagar las correspondientes sanciones. 
Lo que no apunta a la generación o está trasfigurado por ella ya no tiene sitio ni ley. 
Tampoco verbo. Se encuentra a la vez expulsado, negado y reducido al silencio. No sólo no 
existe sino que no debe existir y se hará desaparecer a la menor manifestación —actos o 
palabras. Por ejemplo, es sabido que los niños carecen de sexo: razón para prohibírselo, 
razón para impedirles que hablen de él, razón para  cerrar los ojos y taparse los oídos en 
todos los casos en que lo manifiestan, razón para imponer un celoso silencio general. Tal 
sería lo propio de la represión y lo que la distingue de las prohibiciones que mantiene la 
simple ley penal: funciona como una condena de desaparición, pero también como orden de 
silencio, afirmación de inexistencia, y, por consiguiente, comprobación de que de todo eso 
nada hay que decir, ni ver, ni saber. Así marcharía, con su lógica baldada, la hipocresía de 
nuestras sociedades burguesas. Forzada, no obstante, a algunas concesiones. Si 
verdaderamente hay que hacer lugar a las sexualidades ilegítimas, que se vayan con su 
escándalo a otra parte: allí donde se puede reinscribirlas, si no en los circuitos de la 
producción, al menos en los de la ganancia. El burdel y el manicomio serán esos lugares de 
tolerancia: la prostituta, el cliente y el rufián,  el psiquiatra y su histérico —esos "otros 
Victorianos", diría Stephen Marcus— parecen haber hecho pasar subrepticiamente el placer 
que no se menciona al orden de las cosas que se [11] contabilizan; las palabras y los gestos, 
autorizados entonces en sordina, se intercambian al precio fuerte. Únicamente allí el sexo 
salvaje tendría derecho a formas de lo real, pero fuertemente insularizadas, y a tipos de 
discursos clandestinos, circunscritos, cifrados. En todos los demás lugares el puritanismo 
moderno habría impuesto su triple decreto de prohibición, inexistencia y mutismo. 

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